Hija del contraste
Desde el oeste de África hasta la
Europa próspera de los años 90. El viaje de Edwidge significó una nueva vida.
Aquí descubrió algunos de sus hobbies actuales: internet, hacer fabada
asturiana y el cine. Recuerda nítidamente la primera vez que vio una película
en España, cuando no entendía nada del idioma. Aún así, quedó prendada de la pantalla
gigante, las butacas, el sonido… Nada
que ver con la humildad de su pueblo natal, Pagouda , en el norte de Togo,
donde solo unas pocas carreteras conocen el asfalto. El contraste es tan grande
que ya no se siente por completo de ese mundo, aunque vive informada de la
realidad de su país porque le preocupa su gente. Conoce las noticias de los asaltos, casi diarios, a la valla de Melilla: “me afecta porque pienso que, si
estuviera en su situación, estaría tan desesperada que, probablemente, también
lo haría”.
Es la casa
más colorida en la que he estado nunca. Los tonos corales y bermellón salpican,
sin piedad, las paredes y algunos
muebles cuidadosamente colocados para aprovechar el espacio de este pisito de
La Magdalena. Se trata de un céntrico barrio zaragozano, de mayoría inmigrante,
y de locales alternativos. Aquí tiene su hogar Edwige Wella (Pagouda, 1978), una
joven togolesa de cuerpo grácil -un
tanto desgarbado- y espíritu robusto. De apariencia naíf y actitud valerosa. Estamos
en el salón, sentadas frente a dos grandes cuadros tribales. Ella misma ha
decorado la casa con
motivos africanos en cada rincón. Un gato regordete y peludo se pasea del sofá
a la mesita, con actitud despótica. Luego, se retuerce, buscando el regazo de
su dueña. "Este es Prudence, el rey de la casa", confiesa risueña. Cuando lo adoptó,
tenía problemas en una pata. Ahora,
ocupa el espacio del sofá que nos separa a Edwige y a mí mientras ella lo
acaricia con mimo, una y otra vez.
Al mismo tiempo, los rayos de sol se
cuelan por la ventana, desdibujados por unas finas cortinas carmesí. Entran en
el salón e iluminan su rostro oscuro
de niña buena. A lo largo de sus 35 años, esta joven ha vivido en tres países y
ha conocido otras tantas formas de vida. "La verdad es que una termina sin
ser ni de aquí ni de allá", admite con resignación. Ha salido al
extranjero y, al conocer otras realidades, ha cambiado su escala de valores y
aspiraciones personales.
La vida de madre soltera la ha
convertido, a ojos de sus compatriotas, en una mujer rebelde. Dos conceptos
que, cuando van juntos, asustan a los togoleses no tanto por molestos, como por
insólitos. No se había casado cuando tuvo a Nadège, su primera y única hija -la
niña de sus ojos, la misma a la que regaña durante la entrevista por querer
salir a la calle sin abrigarse lo suficiente-. Por supuesto, Edwige sabe que su
estilo de vida acapara miradas y comentarios en su tierra, especialmente desde
que se separó: "Todo el rato me preguntan, 'y, ¿cuándo te casas?' ¡Tienen
mucho afán de casarme! Pero yo les digo: ‘¿no me veis bien así, o qué?’”
Su semblante muestra una media
sonrisa que deja al descubierto sus dientecillos separados. Interpreto que lo
cuenta a modo de anécdota: ni rastro de enfado en su simétrico rostro de tierna
chiquilla. Para ella, es natural. Conoce muy bien la estrechez de miras de su
gente y, meditabunda, aclara: “Porque allí ellas piensan que no son capaces de
vivir solas y hay muchas mujeres africanas aguantando lo inaguantable porque
nunca han pensado que pueden estar mejor solas” Edwige tiene un discurso
pausado y reflexivo. De vez en cuando, se detiene para encontrar la palabra
adecuada en un correctísimo español. A pesar de no seguir los estándares de
vida que le corresponden por su origen, recuerda con cariño su infancia en
Lomé. Y, aunque ser la mayor de cinco hermanos le obligara a ejercer de niñera
mientras su madre vendía legumbres en el mercado, su expresión cambia por
completo al rememorar sus "juegos y fechorías". Dirige la mirada en
otra dirección, para dejar fluir los recuerdos: "He sido una niña muy
feliz. No tenía las cosas materiales que puede tener aquí mi hija pero recuerdo
jugar en la calle y cosas especiales que solo he vivido en Togo"
-¿Qué cosas son esas?
-Por ejemplo, ir al colegio, que
estaba algo lejos. Había que coger taxi. Allí, el taxi se comparte con
tropecientas personas. Así, pagas poco dinero pero, a cambio, tienes culos
empujándote por todas partes. Imagínate un coche de cinco plazas con más de ocho
personas dentro…
No puede contener la risa mientras
recrea la situación, gesticulando con garbo. Lo recuerda todo con detalle. Las
anécdotas cotidianas y las ambiciones: “Desde pequeña, soñaba con estudiar y
trabajar, las mujeres no podemos quedarnos de brazos cruzados. Pero luego la realidad te pone en tu sitio y no hay trabajo
y no hay sanidad. Si vas al hospital, tienes que comprar los guantes o la jeringuilla
para dársela al médico. Y si las mujeres tienen complicaciones en el parto o
pagan la cesárea o ya puedes ir despidiéndote de ellas. Tengo conocidos que les
ha pasado”.
La vida no es fácil en el Golfo de
Guinea, una de las regiones más pobres del continente. Un área de unos 475 mil km2 en los que varios
países minúsculos han acumulado durante décadas conflictos y golpes de estado,
en un vergonzoso historial que se traduce en subdesarrollo.
Precisamente, fue la complicada situación
política la que empujó a salir a esta joven del país en 1994, cuando tenía 16
años. Entonces, la comunidad internacional acababa de romper relaciones con
Togo durante los siguientes diez años por el amaño de las elecciones de 1993,
las primeras democráticas después de que la Agrupación del Pueblo Togolés (Rassemblent du Peuple Togolais) dejara
de ser el partido único.
Demasiada inestabilidad para una niña
que tenía una tía en Europa, dispuesta a acogerla. Edwige dejó atrás su casa.
Primer destino: Alemania. "Mi tía decidió que fuera a allí. Alemania era
muy distinta a Togo, me llamaba la atención todo: la ciudad grande, con los
edificios grandes… Pero, sobre todo, la relación entre las personas, que era
muy distante. Los vecinos no se conocían".
Pasaron seis años y la Edwige
veinteañera vino a España para cimentar su vida definitiva. Al poco de
instalarse, tuvo a Nadège, que es ahora una simpática adolescente de 12 años, con
el pelo lleno de trencitas y casi tan alta como su madre. El día en que empezó
la primaria quedará, imborrable, en el recuerdo de Edwige. Fue entonces cuando
tomó la decisión que marcaría su futuro: la hija empezaría el cole; la madre, la
universidad. Quería formarse, estudiar una carrera en la Universidad de
Zaragoza. Le llamaba la atención ayudar a la gente, así que le tocó trabajar y
cuidar a su hija, a la vez que repasaba los apuntes de Trabajo Social.
-¿Cómo fue el primer día?
-Iba yo nerviosa perdida, me
preocupaba mucho si iba a estar a la altura. Pero enseguida me di cuenta de que
había también unas cuantas personas de mi edad, incluso más mayores. Me fui
juntando con ellos y, poco a poco, fui adaptándome. Pero también me he relacionado
mucho con los jóvenes. Ellos no me daban los años que tenía, decían que
aparentaba menos [risas]. Para mí, los años de la universidad han sido una
experiencia insuperable.
Es su gran orgullo. Me invita a
seguirla hasta su cuarto. Allí, la orla de la promoción 2008-2012 acapara el
protagonismo de una de las paredes, junto a la beca de graduación. Satisfecha,
señala su retrato, situada en el lado derecho, al lado del marco. Debajo, pone Piniwe Wella: “Es lo que figura en mi
pasaporte pero siempre me han llamado Edwige. Es un nombre francés y, antes, en
mi tierra, los nombres franceses no podían figurar en los documentos oficiales”
Como todos los nombres africanos, el
suyo está dotado de significado. Piniwe significa
escudo protector, “y si alguien quiere hacerte daño, puede intentarlo por todos
los medios pero no lo va a lograr”, recalca incrédula.
Ella ha tenido que protegerse muchas
veces para evolucionar y llegar a ser una mujer independiente. Una
independencia que le da su empleo como trabajadora social en Médicos del Mundo.
En esta ONG, Edwige es el escudo protector de muchas mujeres que como ella, son
migrantes. Al acabar la carrera, empezó como mediadora en el proyecto contra la
mutilación genital femenina. Era la encargada de ir a los hospitales públicos
de Zaragoza cuando nacía una niña de padres africanos. Les convencía de que no
era lo correcto y les explicaba las consecuencias penales que se derivan de su
práctica en España. Ahora, se dedica a la atención social en la oficina.
Principalmente, orienta a personas en situación irregular que, desde la entrada
en vigor del Real Decreto 16/2012, están excluidas de la atención sanitaria. A
ella le gusta su trabajo, transmite ilusión por lo que hace. Pero también vive momentos
difíciles, en los que su condición de negra y graduada en Trabajo Social parece
ser incompatible hasta para sus paisanos. “Algunos me miran desconfiados y
preguntan, ‘¿dónde está la trabajadora social?’ Cuando les digo que soy yo,
preguntan ‘¿pero no hay otra persona? A veces, me hace gracia pero muchas me da
rabia. No puedes tener tantos prejuicios por el color de la piel, primero hay
que dejar que te atiendan”.
Sus ojos almendrados y acuosos
transmiten serenidad. Arquea sus discretas cejas de vez en cuando. Todos sus
movimientos son dulces, como a cámara lenta. Asume lo que le toca vivir en el trabajo con cierta resignación
pero también destaca la parte “gratificante” de su trabajo: “Noto que hay gente
que no se fía la primera vez, pero luego ven que no es para tanto y ya solo
preguntan por mí, por la morenita. Me
agrada mucho que reconozcan mi trabajo, que vean que no pasa nada por tener
otro color de piel. Al final, somos todos parecidos, perseguimos las mismas
cosas”.
-Y tú, ¿qué persigues?
-Simplemente, vivir tranquila. Hablo
mucho con mi hija sobre las situaciones incómodas que sufro, y ella también ha
experimentado algunas. Pero ojalá que la generación de mi hija sea diferente
para dejarle desarrollarse como persona. No entiendo cuando le dicen
“inmigrante de segunda generación”, ella no ha inmigrado nunca, solo conoce
esto. Por muy integrada que esté, la sociedad se encargará siempre de
recordarle que es diferente. Si cuando me pasa a mí me duele, con mi hija
todavía más.
Su hilito de voz es ahora más contundente
que nunca. Se queda en silencio y suspira amargamente. Parece que le cuesta
hablar.
-Hay mucho desconocimiento acerca de
nosotros, los africanos. Mira, te voy a contar algo que me pasó en una tienda.
Vino una chica africana que no hablaba español y la mujer de la tienda ya me
había visto muchas veces y me pidió ayuda. Me dice: ‘Por favor, ¿tú no hablarás
el africano para entenderte con ella y me cuentas? Me quedé parada y le
pregunté: ‘¿Qué es el africano? ¿Acaso tú hablas europeo? Entonces se dio
cuenta de que no tenía sentido. Y mira, Togo es un país muy chiquitín y tiene
43 idiomas, ¿cuál de ellos quiere que hable? Pero no entiendo por qué les cuesta
tanto entenderlo, en Europa también se habla francés, alemán, inglés… En mi
tierra hay ciertas cosas básicas que la gente sabe decirte sobre Europa, pero
no al revés.
Su aire indignado se suaviza poco a poco. El gato Prudence salta de un lado a otro con elegancia. Me queda una duda sin resolver.
-Y, ¿qué hiciste con la señora de la tienda?
-Le dije que lo sentía mucho pero que el africano no lo hablaba
Su aire indignado se suaviza poco a poco. El gato Prudence salta de un lado a otro con elegancia. Me queda una duda sin resolver.
-Y, ¿qué hiciste con la señora de la tienda?
-Le dije que lo sentía mucho pero que el africano no lo hablaba
La pregunta ha conseguido romper su
seriedad. Edwige confiesa que se siente muy integrada aquí pero que, al mismo
tiempo, sabe que no es de aquí. Tampoco de allá. “En mi país dicen que me he
vuelto como una blanca por mi comportamiento. Y mira, yo respeto las cosas que
hacen en mi tierra pero yo no vivo ahí. Seguramente, si estuviera allí, también
tendría esa mentalidad, pero no es el caso”.
Una lucha que nunca acaba por llevar
una vida que nadie en su familia va a conseguir comprender y, mucho menos,
compartir. Ha sido rompedora en el momento más difícil y ahora tiene la vida
que ella ha decidido. Un ejemplo vivo de que mujer, africana, cualificada e
independiente son palabras que suenan bien juntas.